SOLOS 3

(por Jorge Tannure) De repente, los flacos de la agrupación cambiaron sus semblantes y emprendieron la retirada hacia una calle lateral. En un segundo, las circunstancias habían cambiado para siempre. El Gringo no entendió qué pasaba o no quiso entenderlo, para que doliera menos. Algo se había roto, al punto de que muchos de sus compañeros fueron diseminándose en el tiempo. Aquel hombre que supo tener autoridad, aún más allá de la muerte, los había maltratado desde allá arriba. El Gringo se sintió aislado a un par de cuadras al este de la concentración y se sentó a tomar aire. Le hervía la cabeza y un sonido sordo lo aturdía. Veía gente, cantidades de gente alrededor, pero no podía definir rostros o ropa. En segundos, una historia de amigos, de pelota en la vereda, de campamentos llenos de música, de un modo de vivir la vida, perdían sentido. Algo se había desinflado en el Gringo, una desilusión de las grandes a sus escasos veinte años de edad. Durante esa noche fría caminó por la ciudad y se perdió en los suburbios hasta terminar en un bar de La Matanza. Hizo un balance: un bien pago trabajo de tornero, la casa de los padres que heredaría, sus amigos de la primaria, los compañeros de lucha, Inés, la novia de siempre, y un ligero inconformismo por años de marchas y contramarchas de la política. Salió del bar y volvió a vagar, esta vez por mucho más tiempo. ¿Qué te pasa, viejo? ¿No tenés nada para decir? Sus colegas lo azuzaban en los vestuarios del taller y el Gringo, como si no tuviera más para decir. Caminaba rumbo al torno y le daba a la manija. Sólo paraba para ir al baño, de vez en cuando. Un ruido continuaba en su cabeza y no era por las máquinas. Ese ruido se alejaba cuando imaginaba un campo interminable. Mataderos quedó atrás, también Flores y Primera Junta a medida que el colectivo avanzaba hacia Once. Los viejos vieron esa mañana una cama deshecha, como siempre. Inés gastó los tacos de sus zapatos de tanto averiguar por él. En las reuniones, ahora a escondidas, se extrañaba su presencia. El Gringo vio la planicie por primera vez en su vida, se bajó en el primer pueblo que le cayó bien. Depositó todo su dinero en una casa arrumbada y con un lote de tierra, a pocas cuadras del centro. Daba lo mismo para el Gringo estar solo o acompañado, y un día se puso a convivir con la hija del tractorista. Pocas palabras y mucho afecto mientras el sitio y los árboles verdeaban. Los limones crecían con más fuerza, las papas emergían de la tierra, enormes y bien regadas. Las cosas se acomodaban con muy poco. El Gringo, sin embargo, escapaba de la escasa vida social del lugar: nunca asistió a un juego de naipes, tampoco una copa en el boliche. No leyó jamás un diario. Las noticias, por aire o por tierra no volvieron a interesarle. Un quiebre con la realidad que podría ser una especie de locura. El Gringo no molestaba a nadie pero en el pueblo se hablaba de él. Despertaban sospechas su andar y sus pocas palabras y ante un mínimo comentario o pregunta optaba por cerrarse o escaparse. Pasaron quince, veinte años y no cambió. Los demás tampoco. El tiempo pasaba por delante de la puerta entreabierta de su casa, las camionetas levantando polvaredas ya no eran tan toscas y andaban rápido. Los hombres de sombrero miraban al pasar, pero al Gringo ni le importaba. Se ató a su rutina sabiendo que su mujer vendría a las siete, cuando abandonaba su puesto en la central telefónica. Una rutina de siglos. El Gringo tenía ahora 48 años pero aparentaba ser más viejo. En eso estaba un mediodía, cuando al ver el espantapájaros sintió mareos. Se dejó caer y escuchó a una pareja de horneros, muy lejos. Fue arrastrándose por los almácigos y el avión de las propagandas pasó por el cielo, pero no tuvo fuerzas para verlo. En esta historia falta un perro porque no hay un perro en la casa. No está Dora, falta un largo rato para que vuelva, hay pájaros nomás y el sonido del avión. El Gringo está en la más absoluta soledad, apagándose. Es la vida que eligió y, quizá, la muerte que eligió. Tanta soledad, desde aquella tarde en que todo se quebró. En dos segundos recuerda la plaza del barrio, las ilusiones, a Inés y los últimos años vividos, tan aislado y feliz. Morir así, solo, sin un perro que le ladre.

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